"No confíes en nadie". "Piensa mal y acertarás". "La confianza es la madre de todas las desventuras". Son expresiones que hemos oído o dicho a menudo. Son parte también de una educación que damos y recibimos desde pequeños. La suposición subyacente a este consejo es que los demás, especialmente los extraños, son personas peligrosas, que nos pueden hacer daño, que tienen propósitos oscuros, que no son honestas, ... El mundo en general piensa así.
Una encuesta reciente de la empresa Gallup encontró que solo el 23% de la población mundial afirma que se puede confiar en la mayoría de la gente, mientras que cerca del 75% piensa que no. Este es un hecho trágico y divertido a la vez, porque lo que de manera agregada están diciendo las personas es que no se puede confiar en ellas mismas. El mundo es extraño para cada uno de nosotros, pero también cada uno de nosotros somos un ser extraño para el resto del mundo. Con esta insistencia en no fiarnos de nadie redundamos en la idea de que, según nuestra propia opinión, no somos dignos de confianza. ¡Vaya forma de presentarnos!
Sobre este asunto se ha investigado bastante y se han formulado diversas teorías. Hay, por ejemplo, las que atribuyen esta creencia a rasgos de personalidad. Es decir, hay individuos que tienden por naturaleza a ser más confiados que otros. Otras teorías la hacen depender más de nuestras experiencias personales en el trato con otras personas; de si estas han sido buenas o no. También existen hipótesis que ponen el foco en la cultura de cada sociedad; en unas son más proclives a la confianza que otras. El politólogo Francis Fukuyama habla de sociedades de alta y baja confianza. En las primeras incluye a países como Estados Unidos, Alemania y Japón. En las segundas, a China, Francia e Italia. En los que son como los primeros, resulta más fácil, por ejemplo, construir grandes empresas o corporaciones, mientras que en los de baja confianza deberán prevalecer los negocios familiares o de pequeña escala.
Más allá de sus posibles causas, entre los investigadores hay un acuerdo unánime: este sentimiento es un activo valiosísimo para cualquier sociedad. Es intangible, pero tan real y preciado como los edificios y construcciones en los que vivimos o las máquinas y equipos con los que trabajamos. Por ello, a la confianza se le considera parte de un capital, en este caso del capital social. Cuanto más abunda en una sociedad, mayor es su capital social y más rica es esa colectividad.
Donde hay más confianza es más fácil cooperar, emprender proyectos, negocios o iniciativas sociales; en una palabra, construir, edificar, emprender. También ocurre que en las comunidades en las que abunda esta percepción es más fácil que los ciudadanos paguen sus impuestos y cumplan en mayor grado con sus obligaciones ciudadanas, lo cual revierte en beneficio de todos. Pero también hay ganancias individuales. La gente que confía más en los otros tiende a ser más feliz, más alegre, más optimista. La confianza en los demás nos enriquece personalmente y aumenta nuestro bienestar.
O sea que como usted lo quiera ver: hay costos importantes, sociales y personales, derivados de la desconfianza generalizada en los demás. Por ello, la próxima vez que vaya a a aconsejar a sus hijos o a cualquier otra persona que mejor desconfíe de todo el mundo, piénselo bien, pues les estará colocando un peso de más a ellos y a la sociedad en general.
Esta reflexión es igual de válida para usted mismo. Si es excesivamente desconfiado, pregúntese por qué. Tal vez no tiene razones objetivas, y apostar más por la gente podría ayudarle a tener una actitud emocional más positiva y más sana.
Adaptado de Gerver Torres. Consejero de Investigación de Gallup. "Ser desconfiado no ayuda". EPS núm. 2091; 24-25.